“Preguntémonos si tenemos la
tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el
Espíritu Santo nos conduzca a la misión” Papa Francisco
La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos
sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que
construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas,
seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo
seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil
abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime,
guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve
por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados,
cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la
salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre
novedad—, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen,
construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a
una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la
libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con
valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la
búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en
nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que
verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera
serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos
hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo,
a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos
nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras
caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos
estas preguntas durante toda la jornada.
Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea
desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin
embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu
Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir
todo a la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad,
la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando
somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros
particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando
somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes
humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación.
El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y
nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia
autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para
salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para
comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el
alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no
es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros
podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un
inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo
resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. El Espíritu
Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales
para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a
cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu
Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad,
armonía, misión.
Papa Francisco , Homilía durante Misa con Movimientos
Eclesiales, 19 de mayo de 2014
Los esperamos este sábado 7 de junio en la comunidad María Auxiliadora para desde las 19:00 hs Reflexión de Pentecostes a la luz de la Palabra de Dios , una proyeccion testimimonial de comunidad de Bariloche , un Fogón recreativo por la unidad y una cena a la canasta.
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